La carta de Gabriel  ─Desde Monte Arruit a Puentearenas

 

Tierra árida y seca con apenas unas manchas de verdor, colores pardos y ocres de las montañas del Rif, un sol cegador, sed y hambre. En el exterior de la fortaleza, los rebeldes rifeños, enardecidos por las victorias que estaban logrando bajo el mando de Abd El-Krim, no cejaron en el asedio durante muchos días y muchas noches. La suerte estaba echada para aquellos soldados que, exhaustos y a la desesperada, se habían refugiado en la alcazaba de Monte Arruit, a sabiendas de que, si no llegaban refuerzos y suministros, lo más probable era que no salieran vivos de allí. Los días pasaban y, aunque Melilla se encontraba a solo 30 kilómetros hacia el norte, la ayuda no llegaba. Solo acudieron algunos aviones que les arrojaban bloques de hielo y cajas de municiones, con tan mala suerte que aquella agua tan necesaria, así como las municiones, caían casi siempre en las posiciones de los sitiadores.

 

Desde aquella alcazaba de Monte Arruit, sitiada por los rebeldes rifeños, la mente del joven Gabriel viajaría en un retorno gozoso al valle lleno de verdor y agua en el que había crecido, a orillas del Ebro. Soñaría con el colorido cambiante de las choperas y la exhuberancia de huertas y frutales. Es seguro que los pensamientos de aquel chico de veinticuatro años oscilaban como un péndulo entre la vida y la muerte, entre el recuerdo y la realidad. Pensaba en su padre, Emeterio, que estaría en la taberna que regentaba en Puentearenas. Su hermano Vicente andaría también por allí, aprendiendo el oficio de tabernero y comerciante. Habrían celebrado ya la fiesta de Santiago y, en aquellos días de la canícula, la gente del pueblo saldría por la noche a tomar la fresca y a beberse a gusto una chato de tinto o un albillo en la taberna.

 

Gabriel, viendo su muerte inevitable y cercana, pensó en escribir una carta que, de algún modo, llegara a Puentearenas, pues el muchacho sentía la necesidad de despedirse dignamente de la vida, y de hacer saber a su padre y a su gente todo lo que a él en aquellos momentos le estaba sucediendo y cuáles eran sus preocupaciones, sus sentimientos y anhelos. Tenía que conseguir papel y escribir la carta. Alguien se la haría llegar a su padre cuando él estuviera ya muerto, del mismo modo que otras muchas cartas habían llegado a su destino porque él, Gabriel Sáinz García, cartero del Regimiento de Infantería Ceriñola nº42, se había encargado siempre de que así fuese.

 

Gabriel y sus compañeros habían llegado al campamento de Monte Arruit el 29 de julio de 1921, tras lo que se llamó después el Desastre de Annual, en medio de aquella desbandada general que siguió a las terribles derrotas sufridas el 22 de julio por el ejército español, con más de 4.000 bajas en el valle de Annual y en otras posiciones militares. Unos 3.000 hombres procedentes de distintas unidades del ejército consiguieron reagruparse y, bajo el mando del general Felipe Navarro, tras una marcha agotadora que duró seis días y en continuo combate con las fuerzas rifeñas que les atacaban, llegaron por fin al campamento de Monte Arruit, refugiándose todos ellos dentro de la alcazaba. Allí su situación era desesperada. Sin agua, sin recibir alimentos ni municiones, a la espera de unas tropas liberadoras que nunca llegaron, con numerosos heridos y enfermos, no tenían otra alternativa que rendirse para poder salir de allí, ya que en el caso de seguir encerrados no tardarían en morir.

 

La rendición de Monte Arruit se pactó por fin el 9 de agosto en términos de entrega de las armas a cambio de que se respetara la vida de los hombres y se les permitiera volver a Melilla. Sin embargo, cuando los soldados ya habían salido del fuerte y emprendían la marcha desarmados, llevando con ellos a los heridos, los rifeños atacaron y degollaron a casi todos. Solo respetaron la vida a 60 hombres que fueron hechos prisioneros, entre ellos el general Navarro y algunos oficiales.

 

En octubre de 1921, cuando los españoles reconquistaron Monte Arruit con ayuda de tropas francesas, el escenario que encontraron era dantesco: los cadáveres insepultos de casi 3.000 hombres llevaban más de dos meses diseminados por la esplanada de subida al fuerte y por los alrededores. La identificación de las víctimas era imposible, pero se recogieron las escasas documentaciones, así como las cartas y fotografías que los soldados llevaban consigo y que habían sobrevivido a la intemperie. Lo mismo se hizo en otros campamentos militares del Rif donde también había habido matanzas. Durante aquel otoño de 1921 la prensa publicó numerosas fotografías de novias, esposas e hijos de soldados, para que las familias pudieran confirmar así la muerte de su ser querido. Las víctimas de Monte Arruit fueron enterradas allí mismo en una fosa común sobre la cual se levantó una gran cruz. En 1956 los restos fueron exhumados y posteriormente depositados en el Panteón de los Héroes del cementerio de Melilla. Allí reposará ahora el que fue en vida Gabriel Venancio Sáinz de Robledo y García de Aldón, nacido el 2 de abril de 1897 en Puentearenas, Valdivielso, hijo de Emeterio y Antonia, naturales de Valdenoceda y Puentearenas respectivamente, fallecido en Monte Arruit a principios de agosto de 1921, a los veinticuatro años de edad.

 

El nombre de Monte Arruit fue durante años sinónimo de masacre, del mismo modo que la expresión “Desastre de Annual” lo fue de humillación y vergüenza. Con el fin de esclarecer lo sucedido en el Rif durante aquellas semanas, para depurar responsabilidades e informar a las Cortes sobre aquella trágica y humillante derrota, se elaboró por orden del Ministerio de la Guerra el famoso Expediente Picasso (llamado así por su autor, el general Juan Picasso). Este expediente hablaba de más de 13.000 muertos y señalaba como causas del desastre múltiples errores militares, así como actuaciones negligentes y temerarias por parte de varios generales. Posteriormente varios historiadores han coincidido en calcular, como una estimación más correcta, que hubo alrededor de 8.000 muertos en menos de tres semanas, aunque nunca se ha podido dar una cifra exacta. En cuanto a Monte Arruit, se sabe que de 3.017 hombres solo 60 quedaron vivos.

 

Gabriel no sobrevivió a aquel horrible desastre, pero la carta que consiguió escribir sí llegó a Puentearenas y, además, a otros muchos lugares, pues la prensa se encargó de difundirla ampliamente, considerándola un importante testimonio de lo que pudieron sentir y padecer muchos soldados en aquellos días. Fue el padre capuchino Emiliano Revilla quien la encontró en Monte Arruit junto a un horno de cal y se encargó de hacer que llegara al padre del soldado. Estaba escrita con lápiz al dorso de un viejo parte de intendencia y se encontraba algo deteriorada, pues al papel le faltaba un trozo, y algunas palabras estaban borradas a causa de la exposición a la intemperie durante más de dos meses. Milagro fue que se conservara la mayor parte de lo que Gabriel escribió. He aquí el texto de la carta testamento, tal como lo publicaron diversos periódicos, con puntos suspensivos allí donde las frases estaban borradas:

 

«Mont… Querido… ésta en sus manos… y mejor estado en… de poderle el asun… que es el que mi… lidar del que pase… eterna; pero en fin lo… la Patria y ella, en el momento que sus hijos le reclaman la… manos para la salvación de muchos… abandona, como el hijo que ve morir a su padre de hambre y lo consiente, teniendo elementos para ello. Esto es horroroso para nuestra España, que tiene laureles en la historia y que pasa a la derrota por una nación que está sin civilizar y sin elementos de guerra.

Padre, reciba el último beso que le dedica este su hijo que no le olvida ni un momento, hasta que le quede el último suspiro de su vida, que será de un momento a otro. Aunque en este momento que le escribo me encuentro en el mejor estado de salud, sé fijamente que mi vida y la de los compañeros, no hay que contar con ellas.

Llevamos ocho días de fuego en los que hemos sufrido infinidad de bajas. Para qué contar, si da vergüenza decirlo. Compañías enteras han muerto. De nuestra compañía han muerto, de cuatro partes las tres y media, y yo he tenido la suerte de haber salvado [la vida].

Adiós, padre querido, reciba el último cariño de su hijo en compañía de mi tía y hermanos y toda la familia de este desventurado, que si tiene la desgracia de morir, es por la Patria.

Si en alguna cosa le he hecho pasar algún disgusto, me perdone; es lo último que le pide su hijo; y al mismo tiempo dicen una misa en la ermita de la Virgen del Pilar.[1]

La vi…, donde… nos tranquilidad… y que muero tranquilo, sé que usted tiene suficiente para pasar su vida.

Padre, también me hará el favor de estar alumbrando a la Virgen del Pilar un mes entero de día y de noche, si puede ser. Es lo último que le pido.

Su hijo le dedica el último abrazo.─Gabriel Sáinz García.─Rubricado.

[Debajo, en gruesos caracteres, escribió:]

¡Viva España! Aunque muero por ella sin darnos defensa.

El que tenga la bondad de encontrar esta carta, haga el favor de dirigir este papel a las señas que a continuación se expresa. Señas, provincia de Burgos por Villarcayo Puente Arenas.─Sr. D. Emeterio Sáinz Martínez, comercio.»

 

La palabra “último” aparece nada menos que seis veces en este breve texto: “el último beso”, “el último suspiro”, “el último cariño”. “lo último que le pide su hijo”, “lo último que le pido”, “el último abrazo”. Sobrecoge al leer la carta el valor que este muchacho demuestra ante un final que tiene ya asumido. Es sin duda el testimonio de un valiente, digno de ser recordado.

 

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Ocho años más tarde, en noviembre de 1929, se publica una curiosa crónica de sociedad en el periódico El Día de Palencia. El motivo es la boda de María, hermana de Gabriel, en la catedral de Burgos. La cronista, que se llama María Cruz Ebro, dedica la mitad de la crónica a hablar elogiosamente de Gabriel, refiriéndose a él como “el heroico cabo de Ceriñola”. También menciona que la famosa carta se encontraba entonces en Toledo, depositada “como preciada reliquia” en el Archivo del Arma de Infantería.

Por lo demás, la cronista destaca que la “bellísima” novia, María Sáinz García, pertenecía a una conocida familia de Valdivielso y que el novio, Víctor Velloso García, tenía también raíces en dicho valle. Se menciona asimismo que en representación de la Merindad asistió a la boda el secretario del Ayuntamiento, don Manuel García, al que se presenta como “tío de la desposada”. Sabemos, gracias al prestigioso genealogista Juan Ramón Seco de Fontecha, no solo todos los datos de la partida de bautismo de Gabriel, sino también que don Manuel era primo hermano de Antonia García de Aldón, madre de la novia.

Sin embargo, cuando a la mitad de la crónica, su autora plantea la pregunta “Pero, ¿por qué destaca esta boda?”, su respuesta no alude a la noble raigambre valdivielsana de los contrayentes, sino al “recuerdo imborrable” del “hecho heroico” protagonizado por Gabriel, el hermano de la novia, quien “en sus últimos momentos, henchido el corazón de inmensa amargura, de desesperación ante el desastre inevitable” fue capaz de escribir una carta extraordinaria que ocho años después seguía resultando conmovedora.

Y podemos decir que, casi un siglo más tarde, aunque las guerras coloniales nos parezcan ya una pesadilla muy lejana, la carta de Gabriel nos traslada a aquel drama con más fuerza que la mejor obra cinematográfica o literaria. Y a su autor le hace estar presente de nuevo en su valle, tan verde y acogedor como Gabriel sin duda lo recordó en sus últimos momentos, desde las lejanas tierras del Rif, en aquel aciago agosto de 1921.

 

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En el año 2012, en el transcurso de unas excavaciones arqueológicas realizadas en Monte Arruit, apareció el cadáver momificado de un soldado y, entre sus efectos personales, una carta muy bien conservada que el infortunado escribió a su novia el 8 de agosto de 1921. Es un segundo testimonio, también muy importante, pero ha llegado con muchos años de retraso. He aquí los dos primeros párrafos de esta carta:

 

«Mi dulce María, nunca pensé escribir esta carta, pero lo preocupante de la situación me lleva a ello. Llevamos días atrincherados y defendiendo Monte Arruit, apenas tenemos agua y comida. Los moros nos cercan y nos hacen fuego, cada día tenemos nuevas bajas, ya sea por causa enemiga o por efecto del calor, y no tenemos medicamentos ni medios de asistencia sanitaria.

 

Según dicen, el General Berenguer le ha prometido a Navarro que mandarán refuerzos desde Melilla, pero la ayuda nunca parece llegar. Hay descontento y pesar entre los hombres aquí. Hay rumores fiables de que se negociará la rendición de la plaza, pero no sabemos mucho más al respecto. No sé qué pasará, hemos pasado muchas penurias en esta maldita guerra, pero como la de Monte Arruit no la he vivido. Ya se sabe como actúan los moros y tengo mucho miedo por lo que pueda pasar, estamos prácticamente a su merced y no creo que podamos resistir mucho más el hostigamiento al que nos someten.»

 

 

 

Mertxe García Garmilla

 

 

 

 



[1] Tal vez lo que Gabriel escribió fue “de Pilas” y, al estar el texto borroso, interpretaron que decía “del Pilar”. Aparece así dos veces.